El gran poeta Leopoldo Lugones (1874-1938) tuvo una vinculación con Tucumán y los tucumanos que parece útil revisar. En cierto modo, venía de lejos. Su abuelo, el guerrero de la Independencia Lorenzo Lugones, se radicó aquí sus últimos años, y murió en nuestra ciudad en 1868.
El primer contacto conocido del literato con esta provincia, ocurrió en 1901. Era entonces Inspector de Enseñanza Secundaria y realizaba una gira por el interior del país, para defender el polémico plan educativo del ministro de Instrucción Pública, doctor Osvaldo Magnasco. Permaneció en la ciudad del 6 al 9 de mayo, y pronunció, el día 8, una conferencia sobre el asunto, en la Sociedad Sarmiento.
Según la crónica de “El Orden”, en su disertación “desarrolló el nuevo plan de enseñanza, ilustrándolo con ejemplos casi siempre epigramáticos, manteniendo de ese modo el interés de la concurrencia, en una atmósfera amena”.
El local estaba colmado de público. No solamente acudieron los docentes, sino también los muchos que atraía la fama literaria de quien, cuatro años antes, había publicado su primero y magistral libro, “Las montañas de oro”.
Terán critica
Empezaron a pasar los años. En 1904, se funda en Tucumán la que será afamada “Revista de Letras y Ciencias Sociales”. La dirige Ricardo Jaimes Freyre y sus redactores son Juan B. Terán y Julio López Mañán. En el tercer número, Terán firma un comentario crítico del último libro de Lugones, “El imperio jesuítico”.
A su juicio, esa obra de “crítica histórica” mostraba con nitidez “el parentesco íntimo que guarda con el poeta que conocemos”. Lugones es un autodidacta y un romántico, o sea “un extraño a la corrección y pulcritud clásicas, a su riguroso ordenamiento lógico, a su disciplina mental”. Su palabra desborda. A cada rato saltan “un vocablo olvidado o ignorado”, o neologismos, o la atribución de sentido activo a verbos que no lo tienen.
Pero la facultad del autor para “expresar lo grandioso y magnificar lo ordinario”, es “la causa y explicación de sus defectos en este libro”. Se centra demasiado en “el exterior del fenómeno estudiado”, en “la influencia telúrica de la región, que es un estudio de Geología”, y en “la topografía y detalles formales”. Opinaba que“las observaciones psicológicas y sociológicas” que salpican el texto “no siempre son exactas”, y que asienta juicios “con el mismo desplante con que expresa una sensación cuando, al revés de ésta, aquél es contestable”.
Lugones replica
El comentario fastidia a Lugones, quien replica en el siguiente número de la “Revista”. Afirma que su preocupación por el paisaje y por las ruinas, estaba determinada por el decreto que le encargó el trabajo; pero que, además, la compartía personalmente, porque “si en historia el hombre es lo primero, lo que sigue inmediatamente en importancia es el medio”.
Defendía con calor sus descripciones, practicadas luego de duro trabajo y sobre el terreno: “esto no será poético, pero es útil y necesario. A eso fui”. Defendía también las fuentes bibliográficas y la gramática. Con ejemplos, negaba haber incurrido en neologismos. Sobre el sentido activo en verbos que no lo tienen, arrimaba un ejemplo de “La Celestina”. Y con ironía, marcaba neologismos pesquisados en el comentario de Terán.
Éste le replicó con vivacidad, abundando en argumentos sobre lo que los neologismos representan. Le sorprendía el temor de Lugones de que se le atribuyeran tales formas: “el neologismo, en el idioma y la obra de un escritor, acusa actividad y vigor intelectual”. Insistía, en otro orden, sobre que el libro resultó más vasto que el plan original. Comenzó como una memoria sobre las ruinas y terminó como un ensayo histórico. Le parecía que el capítulo sobre aquellas debió haberse colocado en un apéndice, porque no correspondía “en un libro de filosofía histórica”. Por lo demás, notaba que Lugones guardaba silencio ante la objeción sobre el fondo sociológico del trabajo. Y “el silencio implica conformidad”.
Poema y regreso
El problema quedó allí, pero ninguno de los polemistas conservó rencor alguno. En 1910, Lugones publicó las “Odas seculares”. Incluía allí el poema “A Tucumán”, que figura en todas las antologías. Son célebres sus primeros versos: “Pálida de los ojos alabados,/ parece que a tu encanto sensitivo,/ flota en aroma de azahar nativo/ tu molicie más dulce que la miel./ Y el amor de la tarde que desdora/ de tu sol el poético destello,/ es tu beldad, cual si de un sol tan bello,/ fueses la luna más hermosa que él”.
Corría 1915, cuando Leopoldo Lugones volvió a visitar Tucumán. Fue en 1915, bajo el ilustrado gobierno del doctor Ernesto Padilla, quien aspiraba a que los máximos personajes de la cultura llegaran a la ciudad. El mismo día 10 de julio en que Lugones descendía del tren, arribaba también el famoso Enrique Caruso, para cantar en el teatro Odeón, hoy San Martín.
Cosas de Atenas
El poeta venía invitado por la flamante Universidad de Tucumán, y permaneció hasta el 14 de julio. En el salón de la Sociedad Sarmiento, pronunció tres conferencias (que se desarrollaron el 10, el 11 y el 13) sobre el tema “Las industrias artísticas de Atenas”. Su presentación corrió a cargo de Ricardo Jaimes Freyre y, durante los tres días, el salón estuvo totalmente lleno por un público que aplaudía con entusiasmo. El maestro Luis Lorenzi tocó en un armonio el “himno délfico”, como parte de la conferencia. Según LA GACETA, esa ejecución fue “magistral” y “mantuvo recogida veinte minutos a la concurrencia”.
El gobernador Padilla insistía en que las conferencias se editaran, pero Lugones tardó cuatro años en armar los originales. En 1919, apareció “Las industrias de Atenas”, en un volumen de pequeño formato y de 112 páginas, con el sello de la Biblioteca Atlántida. Estaba dedicado “a don Ernesto Padilla, gobernador de Tucumán”, aunque éste ya había concluido su período en abril de 1917.
La edición
En el prólogo, Lugones explicaba que los apuntes de aquellas conferencias de 1915 que auspició la Universidad tucumana, “quedaron inéditos hasta hoy en su primitivo desorden, y yo sin cumplir ante la mencionada institución docente el compromiso de arreglarlos en propiedad. Discúlpanme la vida afanosa y el propio tema, que lejos de envejecer remoza con el tiempo, conservándose eternamente nuevo bajo su perenne interés”.
Agregaba: “Oh, antigüedad de Atenas, clara siempre y erguida en el mármol de cultura subsistente: nuestra oscura juventud de bárbaros tiene que continuar sujeta a tu norma de belleza y de verdad, así como en torno del fuste viril la sombra de los días sigue girando…”
El texto llevaba ilustraciones a pluma e incluía la partitura del “himno délfico”. Decía que el maestro Lorenzi lo tocó en el armonio, “con el fin de conservar al trozo la ‘tessitura’ más espesa del canto llano que lo constituía”.
Durante su estadía, Lugones recorrió varios lugares de interés de Tucumán. Una fotografía lo muestra en la Estación Experimental Agrícola, acompañado por Padilla, William Cross, Alberto Rougés, José Lucas Penna, Juan B. Terán y otros caballeros. Ya no volvería a Tucumán, pero mantuvo su vinculación con los hombres que había tratado en 1915. En especial, con Terán.
Una propuesta
Cuando, en 1931, Juan B. Terán fue nombrado presidente del Consejo Nacional de Educación, recibió de Lugones una propuesta ambiciosa. Ofrecía hacer “una revisión etimológica del castellano usual y de aquellas voces obsoletas cuya historia sea necesaria para la comprensión de las otras, tomando como programa el diccionario de la Academia Española; de tal suerte que el trabajo resultara un nuevo diccionario etimológico y general de la lengua”.
Su propósito era una publicación “en fascículos mensuales de un número determinado de páginas, los cuales irían constituyendo una edición; pero la segunda y definitiva, de conjunto, será de propiedad del Estado, a medias con el autor”.
En nota privada, Terán puso el asunto a consideración del ex gobernador Padilla, por entonces ministro de Justicia e Instrucción Pública de la Nación. Comentaba: “te darás cuenta, por la proposición de Lugones, de la magnitud de la obra. Se trata de obra de veinte años”.
Años finales
El 8 de octubre de 1935, el presidente Agustín P. Justo nombró a Terán vocal de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Fechada el día antes, Leopoldo Lugones envió al nuevo magistrado una afectuosa carta. Le contaba que pocos días atrás, en la sesión de la Academia de Letras, le contaron que estaba propuesto para la Corte.
Experimentó entonces “una profunda satisfacción de amigo y de ciudadano”, decía. “Anoche supe recién que en el acto habíale prestado el acuerdo aquélla Cámara (de Senadores), lo que empieza por parecerme muy bien, en atención a los merecimientos del nuevo magistrado”. Añadía que “esta explicación de mi silencio ante un nombramiento tan bueno y tan justo me ha obligado a tomarle más tiempo del que debí, para decirle solamente cuánto me alegro y lo felicito, pues la sinceridad de una congratulación excluye las muchas palabras”. Terminaba: “acepte usted así la de quien fue siempre su buen amigo, y lo será”.
Ninguno de los dos podía sospechar que el tiempo se les iba terminando. La muerte los aguardaba tres años después, en 1938. Lugones se quitó la vida el 19 de febrero, y la enfermedad se llevó la de Terán, el 8 de diciembre.